Toluca en el tiempo
Ir
por las callejas de Toluca que ahora llevan los nombres de Allende, Bravo,
Mina, Aldama, etc., equivale a transportarse a una vieja ciudad que hace más de
ciento noventa años impresionó gratamente a aquel talentoso yucateco,
Gobernador del Estado de México, que se llamó don Lorenzo de Zavala. El viajero
de esos años miraba curioso a través de los visillos, manos inquietas de
mujeres cloróticas, como rosas de invernadero, moverse sin cesar, hilvanando la
trama inútil de un encaje que parecía jamás iba a tener fin. Los ojos siempre
soñadores de las mujeres silenciosas que tejían y tejían, nos persiguen ahora
como entonces, haciéndonos soñar y revivir la vida de Toluca la muerta, donde
aún flota un aire de claustro y una tenue tristeza conventual.
No
era ciertamente la ciudad de Toluca, tal cual la conoció Gutiérrez Nájera,
florecida en tuberosas y geranios, por el contrario, el enorme y derruido
convento de San Francisco parecía pasar sobre todas las cosas, imponiendo su
austeridad a los actos más humildes de los habitantes, el Río Verdiguel, ahora
completamente embovedado, pasaba a flor de tierra, llevando entre sus aguas
turbias y hediondas, hilachos, basura y pedazos de petate; en sus orillas había
pestilentes zahúrdas que llenaban el ambiente de un olor no precisamente de
ámbar. Las calle que entonces se llamaban Calle Real (antes de la Libertad y
hoy Independencia), Puente del Corazón de Jesús, Calle de San Fernando, Callejón
del Cenizo, de la Pilita, de San Juan de Dios, posteriormente de la Ley, y
ahora de Villada, Calle de San Lorenzo, de la Tenería, Callejón del Muerto,
Callejón del Carmen, Calle de Esquipulas, Calle de los Arbolitos, Callejón de
Zaraperos y muchos otros nombres que viven solamente en el recuerdo adormecido
de los viejos archivos, presentaban el más ingrato de los aspectos: mal
adoquinadas, sin ceras, poco alumbradas, llenas de vagos de picha y sábana
“para cometer mejor sus fechorías durante la noche”, siempre riñendo y jugando
juegos de léperos frente a la famosa pulquería de la Calle Real. Cuando llovía
se inundaban los barrios de San Juan de Dios y de la Merced, corriendo por las
calles adyacentes un torrente de aguas turbias que imposibilitaban el transito
y llenaba de fango las humildes casuchas de los indios.
No
había más diversiones, que concurrir al paseo de los arbolitos al Cóporo, a las
novenas de los buenos frailes de San Francisco, de la Merced o del Carmen, que
se organizaban con frecuencia, siempre concurridas, “aunque nada tenían de
bonitas”, como dice el malhablado papel al que nos vamos a referir, por las
devotas que ocultaban las rosas de sus mejillas bajo los pliegues del rebozo de
bolita de Sultepec, Temascaltepec o Tenancingo. Las mujeres no se veían en los
paseos públicos y cuando las había, eran las honradas madres de familia que se
cuidaban de dejar en casa a sus hijas guardadas bajo los siete sellos de la
desconfianza. Por lo demás las señoritas toluqueñas eran extremadamente retraídas,
determinado esta circunstancia que en el carnaval del año de 1835 aparecieran
tapizadas las esquinas de la ciudad con un papel redactado en forma de proclama
que indignó sobre manera a la susceptible sociedad de entonces. “El
Reformador”, ilustre periódico diario de entonces, creado a iniciativa del no
menos Don Lorenzo de Zavala, reprodujo el papel en cuestión, cuyo título era
“Matraca a las Señoritas Toluqueñas”.
La
indignación causada por aquel panfleto ultrajante para las señoritas de Toluca,
creció de pronto porque se ignoraba quien era el autor que ocultaba su nombre
bajo las iniciales F.C., llegando a atribuírsele al mismo Gobernador. Nada
menos que entre otras lindezas se decía a las almibaradas señoritas, que eran
tan inciviles, que “parecían ermitañas”. “Después de que acabáis de coser,
fuerza es que quedéis ociosas y pensando en las musarañas (añadía aquel
malhadado papel): “Por devotas que se os suponga no emplearéis todo el tiempo
que os sobra en rezar y echaros oración mental”: “Tampoco puede decirse que lo
paséis en la lectura, pues que apostaría mi cabeza a que ni las novenas de a
real conocéis”. Se le criticaba su poco amor a los espectáculos, pues apenas
iban al circo y al humano de los toros”, añadía burlonamente el autor de la “Matraca”.
De manera especial se les echaba en cara la aversión que sentían por los
empleados llevados a Toluca por el ateo Don Lorenzo de Zavala, a tal grado que
se les decía: “pero nada os diré en recomendación del baile; y así algo de la
clase de los que asistí con gusto; no vais a los que tienen las familias de los
empleados del Estado ¿y por qué?, porque según he sabido, los padres
franciscanitos dicen que son herejes e impíos los Diputados y la mayor parte de
los oficinistas”. En fin, terminaba aquel panfleto recomendándoles que se
apartaran de los frailes de la Merced y de San Francisco, que les habían
servido hasta de “chichiguas”, aconsejándoles que en lugar de leer librejos
tales como el Barón de Foublas o “Teresa la Filósofa”, se dedicaran a la
lectura de la historia del mundo, que es tan propia al carácter de la mujer,
porque divierte e instruye. “Uníos a las familias que han venido a dar
importancia y fomento a vuestra tierra; concurrid con ellos a sus reuniones de
diversión y sociabilidad, y si advertís que hay deslenguados y zaragates haceos
una contra ellos, despreciadlos y desterradlos de vuestra compañía. No ocultéis
vuestros coloraditos rostros a los hombres limpios que os quieren ver en los
balcones; nada os han de hacer; cuando más solicitarán vuestra mano, y si los
amáis, ganará mucho esta ciudad, con que los empleados se enlacen con vosotras
y se haga así una combinación entre el interés de ellos y de vuestros padres y
parientes. Desechad a los barbones y a las preocupaciones de ciertas viejas que
dicen que un hombre no es trabajador ni laborioso, mientras trae las manos,
como una pala de aventar lodo. Concurrid a los bailes, no de los padrecitos,
sino de los mundanos, porque esto es puramente mundano; y a los primeros vedlos
en la iglesia y no más”.
Cuantos
en su nombre tenían las iniciales F.C. se disculparon de no ser los autores de
aquel panfleto por las columnas de “El Reformador”, pero esto no aminoró para
nada la indignación de las toluqueñas, hasta que don José María Heredia, aquel
ilustre cubano, en otro papel cuyo título es “Más Vale Tarde que Nunca” vertió
el cofre de sus alabanzas en su loor.
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